LA VOLUNTAD JURÍDICA
VOLUNTAD JURÍDICA
Por: Alex R. Zambrano Torres
(“Nada está aún acabado”)
“En un sentido estricto, el usual, la voluntad supone la determinación libre y la facultad de elegir entre distintas posibilidades. “Querer -dice Ribot- es elegir para obrar”. Creemos ser la causa de nuestros actos voluntarios; nos atribuimos toda la responsabilidad en su formación y sus efectos. La voluntad aparece, pues, en aquellos fenómenos de los que somos o creemos ser nosotros mismos la causa.”[1]
La voluntad es el fenómeno más importante para el Derecho, si le creemos a Marco Aurelio Risolia en su libro Soberanía y crisis del contrato en nuestra legislación civil. Y más si empieza parafraseando a Portalis: “El derecho es la voluntad”. Pero no es cualquier voluntad es la voluntad coordinada con la voluntad de los demás. Y, entonces, ¿qué es la voluntad? Habría que problematizar el asunto para entenderlo, para disolverlo. La voluntad es un hacer o no hacer, podría decirse en términos del código. Pero a qué responde este hacer o no hacer? Un hacer o no hacer que nace de nosotros, que depende de nosotros. Somos nosotros la causa. Pero la voluntad, como es un fenómeno interno, un proceso mental interno, se puede teorizar por medio de la psicología, pero jurídicamente sólo se puede apreciar mediante sus efectos. Somos la causa, pero son los efectos los que podemos tratar jurídicamente.
La voluntad es difícil de reconocer objetivamente. No se sabe de ella más que de sus efectos. Son estos efectos los que la configuran, las que permiten una apreciación objetiva. Sólo se “sabe reconocer la voluntad jurídica sobre todo por sus efectos, de los que la ley habla con detalle. Relega, pues, la determinación y la estimación del acto voluntario al dominio de la psicología; el estudio de sus conexiones con el juicio, al de la lógica.”[2]. Causas y Efectos separados inevitablemente. El estudio del proceso interno de la voluntad no está en el campo del derecho. No si entendemos al derecho como regulador de conductas, pero de las conductas como fenómeno externo. La medicina mental, sicología y psicoanálisis, son más bien las que se encargan de estudiar y tratar los fenómenos internos, complejos de la voluntad, etc. Sin embargo, cabe recalcar que en el Derecho Penal lo más cercano al estudio de la voluntad es el dolo. Esta configura la intención del autor de hacer o no hacer algo. Pero esta intención sólo se puede probar objetivamente mediante representaciones externas de la voluntad, mediante aproximaciones, o indicios que, operacionalizadas a través del razonamiento lógico, puedan conducirnos a una conclusión posible de culpabilidad, de consecuencia de una determinada voluntad, intención, o dolo. Cuando se habla de dolo se cree estar hablando de la voluntad: capacidad para decidir hacer o no hacer algo. Facultad para elegir y decidir nuestras conductas. El dolo es un elemento del delito. Pero lo que se castiga en el Derecho Penal no es el dolo, sino la consecuencia de esta. El dolo es sólo el nexo, la relación, indispensable, para determinar la culpabilidad responsable. Si el dolo se queda en la configuración mental, en un simple “yo quise o tenía la intención de hacerlo”, no surte efectos jurídicos. No es el querer, sino la obra, la exteriorización de nuestro dolo, lo organizado por el derecho. El dolo en materia civil, en el Derecho civil es “la Voluntad maliciosa que persigue deslealmente el beneficio propio o el daño de otro al realizar cualquier acto o contrato, valiéndose de argucias y sutilezas o de la ignorancia ajena; pero sin intervención ni de la fuerza ni de amenazas, constitutivas una y otra de otros vicios jurídicos.” (Guillermo Cabanellas). Curioso inicio de la definición del dolo en el Derecho civil: “Voluntad maliciosa…”. Pero ¿puede ser malicioso buscar el beneficio propio? En estricto sensu creo que no. Lo malicioso es un convenio por el cual se pretende involucrar al otro como medida de nuestros actos, de la permisibilidad de nuestra voluntad. Es en referencia al otro, a los otros como puede configurarse social y jurídicamente nuestra voluntad. Nuestra voluntad, entonces, ya no es hacer lo que uno quiere, sin limitacion alguna, sino hacer lo que nos está permitido hacer, esto jurídicamente hablando. O mejor, puede nuestra voluntad querer, pero este querer, esa exteriorización de nuestro querer siempre ha de ser medida por la propia exterioridad, por el mundo de afuera. Es el mundo de afuera, entonces, el que intenta determinar nuestra voluntad, quienes intentan decirnos qué voluntad debemos tener. Pero como escribe Luis Diez Picazo no se puede imponernos deberes (tu voluntad debe ser); el derecho sólo impone sanciones. El derecho es normativo justamente por eso, porque impone sanciones frente a determinadas conductas. Olvidemonos, mediante una operación de abstracción, de los diferentes tipos de normas, como por ejemplo, las prescriptivas, dispositivas, etc. Aquellas sólo se refiere a los tipos de leyes, y no de normas. Porque la norma es más una consecuencia determinada, es más imputación que hecho, que supuesto de hecho. El Derecho es también consecuencia, respuesta a un fenómeno social determinado. No es un hecho, sino consecuencia, otra vez, imputación kelseniana si se quiere. El Derecho es normativo porque es indicativo de las conductas intersubjetivas. Estas conductas tienen una causa. La causa es la voluntad, si hablamos del mundo consciente. El azar o las circunstancias, si hablamos desde otra perspectiva. ¿Y el contrato? ¿Donde queda el contrato? El contrato es un mini derecho, construido, fabricado, como pequeños moldes, chiquititos y modestos, fábricados en la voluntad, en el querer consciente. Ese contrato surte efectos de norma jurídica, ¿por qué? Porque la norma jurídica es un mandato con eficacia social de organización (Luis Diez Picazo), ¿y no es precisamente lo que pretende ser un contrato? Lo que se puede decir es que el contrato es norma jurídica por querer, o pretender organizar socialmente a las partes, eficazmente. Y que estos acuerdos, acuerdos de voluntades de las partes, son tomados como mandatos, es decir como obligatorios. Son susceptibles de ser impuestos por la función coactiva del Estado. Creada ya una relación jurídica patrimonial, en caso de ser incumplida esta relación, el Estado tiene la facultad para usar de su fuerza coactiva. El fin, hacer que el contrato se cumpla.
No obstante, cuando la voluntad es representada, o exteriorizada en un contrato, el Derecho no se encarga de hacer cumplir estas voluntades concertadas, sino de imponer sanciones en caso de no cumplir con esas voluntades concertadas. Esta afirmación parece salir de Luis Diez Picazo que explica que la norma jurídica nunca impone deberes, sino sanciones: “No existen deberes, sólo existen sanciones”. “Las normas jurídicas únicamente pueden imponer sanciones”. “Los particulares no están obligados por las normas, sino simplemente expuestos a sufrir una sanción, si se presenta la hipótesis expuesta por la norma.”. “Las normas de derecho no pueden imponer conductas, porque el comportamiento humano es algo enteramente voluntario y libre. Las normas de derecho pueden únicamente imponer sanciones”[3]. Diez Picazo aplica aún más este razonamiento y dice que “en rigor, jurídicamente, no se debe, sino que se es responsable.”. Vaya lío. El contrato sería la voluntad como representación, el mundo como representación de la voluntad.
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Si continuamos con la idea planteada por Marco Aurelio Risolia, que parafraseando a Stammler escribe: “…la noción misma del derecho no es más que un aspecto del problema de la voluntad; … el derecho es pura y simplemente una voluntad que tiende a la consecución de determinados fines, valiéndose de determinados medios aptos para su realización; que la génesis psicológica de la noción de derecho radica en el germen común de toda voluntad”
“La voluntad, como elemento de la psicología, sólo es determinable por abstracción. Ni conocemos su esencia individulizada ni nos es dado precisar sus caracteres genéricos y diferenciales. Nuestras observaciones se ciñen, en suma, a la consideración objetiva del acto voluntario y de los seres dotados de voluntad.”[4]
“No existe, arhguye Höffding, y Roustan lo ratifica, ningún estado que sea pura representación, puro sentimiento, o pura voluntad. Conocimiento, sensibilidad, voluntad, aparecen en cada acto de conciencia y se condicionan sin materializarse. La voluntd, sin embargo, que es como la síntesis -no la suma- de todas las fuerzas que implican los estados de conciencia, reúne lo diverso, y hace del conjunto, por su unión, ‘el contenido de una sola y misma conciencia’”[5]
“De cualquier modo, la voluntad es el aspecto activo de la vida consciente. El signo que la denuncia es la acción; su manifestación objetiva, el acto voluntario.”[6]
“Prescindiremos de los actos espontáneos, reflejos, instintivos, habituales, que algunos autores hacen caber dentro del concepto de la voluntad automática, con el que especula a veces el derecho, sobre todo en los casos de responsabilidad delictual. A nosotros nos interesa la voluntad como fórmula superior de la vida psíquica; la voluntad que elige y prefiere entre distintos impulsos; la voluntad que delibera y obra con eficacia. Nos interesa, pues, la voluntad reflexiva, …”[7]
[1] Risolia, Marco Aurelio. Soberanía y crisis del contrato en nuestra legislación civil. Editorial Abeledo- Perrot. Buenos Aires. Pp. 21.
[2] Risolia, Marco Aurelio. Soberanía y crisis del contrato en nuestra legislación civil. Editorial Abeledo- Perrot. Buenos Aires. Pp. 17.
[3] Diez Picazo, Luis. Experiencias jurídicas y teoría del derecho. Editorial Ariel. Pp. 78.
[4] Risolia, Marco Aurelio. Soberanía y crisis del contrato en nuestra legislación civil. Editorial Abeledo- Perrot. Buenos Aires. Pp. 20.
[5] Risolia, Marco Aurelio. Soberanía y crisis del contrato en nuestra legislación civil. Editorial Abeledo- Perrot. Buenos Aires. Pp. 20, 21.
[6] Risolia, Marco Aurelio. Soberanía y crisis del contrato en nuestra legislación civil. Editorial Abeledo- Perrot. Buenos Aires. Pp. 22.
[7] Risolia, Marco Aurelio. Soberanía y crisis del contrato en nuestra legislación civil. Editorial Abeledo- Perrot. Buenos Aires. Pp. 22.