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PELEA COLEGIAL | 21.05.2018
PELEAS ESCOLARES
Mi memoria regresa nuevamente a la adolescencia. Han pasado muchos años ya desde aquellos días; demasiados. La vida es cruel cuando empiezas añorando el pasado; por eso no creo en aquella frase: “todo tiempo pasado fue mejor”; prefiero creer que “este, el presente, siempre será el mejor momento”, “no esperes el momento perfecto, créalo”. Pero el pasado se me presenta de nuevo, recuerdo tantas cosas sucias y torpes que cometíamos de adolescentes, tantas batallas infértiles, tantas formas de intentar afirmar nuestras existencias, de matar el aburrimiento; recuerdo a propósito dos peleas escolares (no mías –por supuesto; yo jamás pude tener el valor para pelearme con alguien, creo que hubiera huido, llorado, corrido, o simplemente evitado cualquier pelea, qué sé yo).
1.- El Sindi.- Un niño de tez blanca, cabello lacio y negro, paseando por el salón; enamorado –creo- de un amor acaso ¿imposible?, buscando desaburrirse, armar chacota, pasaba por los pasillos que hacían las carpetas y golpeaba con su mano las cabecitas de sus compañeros, como para despertarlos, molestarlos, o simplemente divertirse. Un niño que se vanagloriaba que su padre lo golpeaba al pecho y que él aguantaba sin chistar, sonriente, venciendo el dolor, venciendo la vergüenza de decirlo, mostrando con ironía de niño la rebeldía del débil, que lo hacia más fuerte (“Lo que no me mata me hace más fuerte”, escribiría Friedrich Nietzsche, un filósofo alemán). Nosotros nos imaginábamos a su padre un tipo gordo y grande, alguien mayor y malo, muy malo. Nosotros –o yo-, queríamos poder hacer algo, golpear al mal padre, denunciarlo, hacer algo, algo; y sin embargo, sólo nos quedábamos callados, inquietos eso sí, y recordando y comprendiendo –talvez- porqué aquel niño que parecía rebelde, pendenciero pero a la vez bueno, y hasta tierno, se comportaba así. Yo nunca fui su amigo, ni de nadie, pero como un espectador (Ortega y Gasset) escuchaba y veía lo que pasaba a mi alrededor. Claro, talvez me equivoque, talvez nada de lo que escribo pasó, y sólo me estoy confundiendo o inventando historias que nunca pasaron, pero para mi son tan reales que merecen ser contadas. Un niño bueno, blanco, de pelo lacio y negro, de caminar bailante, balanceante muchas veces, más alto que casi todos nosotros en aquel entonces, hacía chacota y golpeaba las cabecitas de sus compañeros, entre ellos a un compañerito al que apodamos groseramente “el sindi”, porque se había roto un diente jugando básquetbol; nadie recordará cómo, pero, si no me equivoco, fue en un choque conmigo. Estábamos jugando básquet, saltamos, él y yo; de pronto él, que era mucho mayor, creo el mayor de todos del salón, de mayor peso chocó conmigo y caímos ambos, yo de espaldas y él de dientes, y fue así que –me parece- perdió un diente. El sindi era molestado por el “avispado” niño blanco de pelo lacio y negro. El Sindi era más bien moreno, caminaba como inclinándose, y parecía un muy buen tipo, traía sus sanguches de queso grullet y te envitaba, su cabello también lacio y negro. Era mayor y sin embargo se dejaba molestar por el niño blanco de cabello negro y lacio. Y de pronto se cansó, se encaró y la chocó para la pelea a la salida de clases. El alboroto se armó. La pelea estaba pactada. El Sindi era más bien callado y tranquilo –esto no obvia que fuera uno de los que invitaba a sus compañeritos a su casa y allí experimentaban al parecer sus inicios en el licor-. El niño blanco de cabello lacio y negro más bien halaraqueaba con la pelea, hacia bulla, alardeaba sobre su victoria y todos quedamos a la expectativa.