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abogados | 25.06.2012
ABOGADOS
Hace algunas semanas atrás mi pedantería, que siempre es inoportuna, me hizo decir unas cuantas barrabazadas, que con motivo de mi colegiatura se me permitió exponer. Mi discurso iba entre insultos (no mal intencionados) a los abogados y un marcado sentimiento de distancia entre ellos y yo. Y bueno, dije cosas tan aberrantes como que los abogados “parecen no oler ni saber bien”, que los abogado tienen una “condición alérgica a ser éticamente limpios”, que “hay un rumor fuertísimo, como el olor de unos calcetines sucios, de que el abogado ¿no es más que quien tiene el monopolio de las trampas legales?”, que la propia naturaleza intrínseca de esta profesión era la de ser una trampa; además, por último -para reafirmarme- dije que la abogacía no es nada más que “una estafa”. (y lo decía yo, que me estaba colegiando, y que por lo tanto estaba siendo también abogado; a lo que luego podría yo decir que ¿escupí al cielo?).
Claro que hablé también de lo que es Derecho, de la nueva función del Abogado, de lo que interpretaba y entendía por Derecho Luis Diez Picazo (El Derecho es un modo de resolver los conflictos de intereses), de lo que significaba para Carnellutti la abogacía (un puente, un medio entre el juez y la parte. El abogado resultaba un traductor, un tipo fenomenal y humanísimo que comprendía a su cliente antes que juzgarlo. El abogado era un hombre que comprendía y hacía comprender, y etc) Y bueno, también mencioné por allí a Nietzsche -siempre Nietzsche aunque uno no tenga ni una pizca de él-, y hablé de su serpiente, y de su necesidad -como la del hombre- de cambiar de piel, de cambiar de pensamiento, para no fenecer, y etc; Y claro que hablé del hombre descentrado, del “sentido de la tierra” que habría de adquirir el hombre de hoy, de asumir su condición de hombre. Y claro que dije también que me sentía, la mayor de la veces, como un muñeco de sal ante el fenómeno de verme involucrado en ese mundo de papeles y trámites que para mi resultaban sólo un camino desconocido y hasta grosero.
Pero al terminar mi discurso tuve la extraña sensación de que todos habían asimilado éste como algo dicho especialmente para ellos; mi discurso cayó como tentativa del nacimiento de un nuevo charlatán. Pensé luego que ser sincero es la puerta para verte echado a patadas de cualquier reunión; pensé que en realidad había sido un charlatán de alguna manera. Pensé que no había nada más que decir, que lo único que restaba era agachar la cabeza y esperar a que todo pase. Recordé como se hace para uno elevarse sobre los defectos de los demás, y de pronto volverse virtuoso. Así de fácil era la cosa, pero, ¿alguien te perdonaría ser sincero, o peor, alguien te perdonaría el que te hayas elevado usándolo como costal moral? ¿alguien te perdonaría mostrarse como el virtuoso? Lo peor es que, en realidad, no quise decir que yo era virtuoso, eso sí sería falso, pero sí quise decir que no quiero ser vicioso o viciado por la profesión de abogado.